Los médicos solían recomendar que los niños se limpiaran el rostro con una tela blanca para limpiar el sebo, pero no en demasía para evitar retirar el color “natural” (sucio) de la piel. En realidad, los galenos consideraban que el agua era perjudicial para la vista, que podía provocar dolor dental y catarros, empalidecía el rostro y dejaba los cuerpos más sensibles al frio durante el invierno y la piel reseca en verano. Además, la Iglesia condenaba el baño por considerarlo un lujo innecesario y pecaminoso.
La falta de higiene no era una costumbre exclusiva de los pobres, el rechazo por el agua llegaba a las esferas más altas de la sociedad. Las damas más entusiastas del aseo tomaban baño, cuando mucho, dos veces por año, y el propio monarca sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones.
Los baños, cuando tenían lugar, eran tomados en una tina enorme llena de agua caliente. El padre de la familia era el primero en tomarlo, luego lo otros hombres de la casa por orden de edad y después las mujeres, también por orden de edad. Al final llegaba en turno de los niños y bebés que incluso podían perderse dentro del agua sucia. No es de extrañar que los niños de aquella época tuvieran un desagrado por el baño.
Todo era reciclar. Había gente dedicada
especialmente a recoger los excrementos de las fosas sépticas para
venderlos como abono. Los tintoreros guardaban la orina en grandes
recipientes, que después utilizaban para lavar pieles y blanquear telas.
Los huesos también eran triturados para hacerlos abono. Aquello que no
se reciclaba era tirado a la calle, porque los servicios públicos de
limpieza urbana y sanidad no existían o eran insuficientes. Las personas
tiraban su basura y residuos en cubetas por las puertas de sus casas o
castillos. Imagínate la escena: el sujeto despertaba por la mañana,
tomaba el orinal y lanzaba el contenido por su propia ventana.
La pestilencia que las personas
desprendían por debajo de sus ropas era disipada por los abanicos. Pero
sólo los nobles tenían el privilegio de poseer lacayos para hacer dicho
trabajo. Además de dispar el aire, también servían para ahuyentar los
insectos que se acumulaban alrededor. El típico príncipe de cuento de
hadas hedía más que su caballo.
En la Edad Media la mayoría de los
matrimonios se celebraban en el mes de junio, de forma que coincidiera
con el verano boreal. La razón era simple: el primer baño del año era
tomado en mayo; así, en junio, la hediondez de la persona (en este caso
los novios) era todavía tolerable. De cualquier forma, como algunas
personas apestaban más que otras o simplemente se rehusaban a tomar el
baño, las novias solían llevar ramos de flores al lado de su cuerpo en
los carruajes para disfrazar el mal olor. Volviéndose, entonces, una
costumbre celebrar los matrimonios en mayo, después del primer baño. No
es casualidad que mayo sea considerado el mes de las novias y que de
allí naciera la tradición del ramo de flores.
En los palacios y casas de familia la
existencia de baños era prácticamente nula. Cuando surgía el llamado de
la naturaleza, el fondo del patio o un matorral eran los elegidos, según
la preferencia de la persona. No era raro también ver a alguien cagando
en las calles. Los sistemas de drenaje aun no existían; por lo que las
ciudades medievales eran verdaderos depósitos de basura y excrementos.
Las grandes metrópolis como Londres o París podían ser consideradas en
aquel tiempo como algunos de los lugares más sucios del mundo.
Los más ricos poseían platos de estaño.
Ciertos alimentos oxidaban el material llevando a mucha gente a morir
envenenada, sin saber por qué. Los tomates muy ácidos provocaban este
efecto y pasaron a ser considerados tóxicos durante mucho tiempo. Con
las copas ocurría lo mismo: el contacto con el whisky o la cerveza hacía
que el individuo entrara en un estado de narcolepsia provocado tanto
por el alcohol como por el estaño. Alguien que pasara por la calle y
viera a otra persona en este estado podía pensar que estaba muerto y
luego preparaban el entierro. El cuerpo era colocado sobre la mesa de la
cocina durante algunos días, mientras que la familia comía y bebía
esperando a que el “muerto” volviera a la vida o no. Fue de aquí que
surgió la costumbre de velar al muerto.
El rey Enrique VIII, famoso por romper
con la Iglesia Romana y por haberse casado en seis ocasiones, tenía más
de 200 empleados que le servían como cocineros, cargadores, agitadores,
etc. Pero los sirvientes con la peor de las suertes eran aquellos que
debían cuidar de las “necesidades” del rey: tenían que despiojarlo una
vez al día, limpiarle el trasero luego de que hiciera sus necesidades y
lavar sus partes íntimas mientras el rey estaba sentado e inclusive,
cuando la reina estaba embarazada y el monarca tenía ciertas
necesidades, uno de los sirvientes –hombre o mujer– debía “echarse una
cascarita” con el rey. Esto, por supuesto, era hecho en frente de varias
personas, que después del “acto” cambiaban sus ropas.
Sin embargo, incluso ante toda esta
porquería, cuando un noble viajero o cualquier miembro de la nobleza se
presentaban ante el rey o la reina, se debía inclinar en señal de
veneración, y si por cualquier motivo esa persona, en ese justo momento,
tenía que libertar una flatulencia frente al monarca, la pena era el
destierro. El desafortunado flatulento era enviado lejos y no podía
volver durante 7 años, y eso si el rey admitía su retorno. Esto muy
probablemente dio origen a la vergüenza y desaprobación de peerse frente
a otros, pese a que es un acto natural y común a todos los mamíferos.
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